Te voy a decir algo que te va a chocar.
Lo digo muy en serio.
De hecho, capaz que pienses lo peor de mí apenas lo leas.
Pero espera. Léelo hasta el final antes de juzgarme.
Aquí voy (con susto, pero vamos igual)….
La empatía es una manifestación del ego. Y no cualquiera, sino una de las peores.
Sí, suena horrible. Lo sé. Pero déjame explicarte.
En 2018 asistí a un seminario sobre “Un curso de milagros”. Una filosofía que, en resumen, busca deshacer el ego. Para ser honesto, no tenía idea de qué se trataba cuando decidí ir. Fue una de esas cosas que haces por pura intuición, sin mucha lógica.
Ahí, Marta Salvat, la expositora, soltó una bomba: “La empatía es parte del ego”. Todos quedamos en shock. Pero ella no solo lo dijo, lo demostró con un ejercicio.
Nos separaron en grupos y formamos círculos. La dinámica era simple, pero brutal: uno de nosotros debía contar su mayor drama personal, mientras el resto escuchaba sin mostrar lástima, ni tristeza. La instrucción era clara: solo tener pensamientos amorosos hacia la persona, sin sumarnos a su dolor.
¿Te suena raro? Lo que pasó fue aún más raro. La gente comenzaba llorando mientras narraba sus historias, pero al ver que nadie se enganchaba en su sufrimiento, al final terminaban riéndose. Sí, literalmente riéndose de algo que quizás antes no se atrevían ni a hablar.
Y a mí me tocó también. Conté toda mi historia con mi papá, al principio con el nudo en la garganta. Pero a los pocos minutos, esa historia que antes me atormentaba se volvió nada. Incluso me reí de lo mucho que me había complicado por algo que ya ni siquiera estaba pasando.
¿El resultado de esa falta de “empatía”? Me sentí completamente libre. Sin juicios, sin drama. Solo aceptación.
Ahora, que agarré confianza, voy ir más al fondo.
¿Te das cuenta de lo soberbio que es creer que tú sabes lo que el otro siente? Que puedes meterte en su cabeza y entender su dolor mejor que él mismo.
Cada vez que caemos en la empatía, en realidad estamos siendo egocéntricos. Asumimos que entendemos lo que el otro siente, pero la verdad es que no tenemos ni idea. No sabemos qué está pensando ni por qué actúa como lo hace.
De hecho, por mi profesión, mucha gente asume que soy empático. Pero no lo soy. No me paso la vida tratando de descifrar lo que otros sienten. Lo hago simple: pregunto.
¿Cuántas veces nos metemos en problemas por andar asumiendo lo que le pasa al otro en vez de preguntar directamente?
Tu pareja está de mal humor y tu “super empatía” te lleva a creer que es por ti. Y tal vez no tiene nada que ver contigo. Pero ahí estamos, creyéndonos adivinos.
¿Quieres una alternativa que libere de verdad? Aquí la tienes: acepta que no sabes y simplemente deséale lo mejor al resto.
Hay una frase que me resuena mucho: “La verdadera empatía no implica unirse al sufrimiento, sino entender sin reforzar el dolor”.
Al final, lo más honesto es reconocer que no tenemos ni idea de lo que el otro siente o por qué actúa como lo hace. Y lo más importante, no necesitamos saberlo. No somos magos, por mucho que nos gustaría.
Es mejor preguntar. Y confiar en que cada persona tiene su propio proceso.
Y más aún: no tenemos idea de lo que realmente necesita el otro. Suponer solo nos lleva a errores.
Quita un solo dolor de tu historia y tu vida sería diferente. Podrías pensar que sin ese evento doloroso tu vida sería mejor, pero ¿cómo lo sabes? Tal vez sin eso sería peor. Nadie tiene la certeza.
Así que antes de asumir, hazte un favor: pregúntale al otro. Y, si puedes, confía en que su camino tiene su propio sentido, por extraño que te parezca.
Buen domingo!
Ignacio.